Desfiladero del Rudrón

(Foto: el Rudrón desde lo alto)

Ya era hora. Después de, por lo menos, cuatro fines de semana, he tenido que esperar al día de la Inmaculada para que se obre el milagro del buen tiempo.

Hoy, por fin, no estaba prevista lluvia, ni viento, ni nada desagradable que impidiera salir al monte.

Con lo cuál hemos salido temprano, que ahora anochece demasiado pronto, dirección Barrio-Panizares dónde hemos dejado los coches y comenzado a andar camino de Hoyos del Tozo, pero sin perder las alturas. Pasamos por el pueblo abandonado de Ceniceros; sin darnos cuenta de que forzosamente teníamos que llegar a San Andrés de Montearados para bajar al río, por lo que, ya sin poder rectificar, nos hemos visto obligados a alargar la distancia del recorrido, haciendo una ruta más larga de lo que teníamos previsto realizar.

Todo como consecuencia de llevar como guía un escrito con su correspondiente mapa, me reservo el nombre de su autor por lo popular, en el que estaba indicado un sendero a la derecha,, que en la realidad era totalmente inexistente.

Total, no comimos hasta llegar al camino que une San Andrés con Moradillo del Castillo; luego llegamos al Rudrón y el resto del camino discurrió paralelo a él para volver a Barrio-Panizares pasando por Hoyos del Tozo.

Una senda sencilla, salvo un pequeño contratiempo antes de llegar a lo que fue una central hidroeléctrica, pero que se supera fácilmente sujetándose y bajando por la cuerda, que algún amable senderista ha colocado para los más torpes, entre los que me incluyo. Porque, todos bajaron de pie, menos yo que tiré trasero al suelo y acabé como si me hubiera sentado en un cubo de mierda, y claro, como el día no estaba demasiado caluroso, llevé el resto del camino una especie de costra que tiraba y que caía poco a poco de mis pantalones lo que me obligó a poner la sudadera bajo el trasero en el asiento del coche y así evitar tenerle que cambiar la tapicería que eso es más caro que poner una lavadora.

Pero la vuelta que dimos al principio de la mañana fue tan grande que, nos vimos obligados a meter la quinta al llegar a Hoyos. Aún nos faltaban unos tres o cuatro kilómetros para el final y el día comenzaba a caer.

Eso nunca me ha gustado. Tener que romper el ritmo, mí ritmo, para amoldarme a otro por las cuestiones que sean, me molesta, porque suele dejarme las piernas doloridas, con agujetas, con ampollas y hace que me acuerde de la familia de alguno.

La solución que adoptamos fue la mejor para todos. Con dos coches esperándonos y diez personas para montarse, la decisión fue sencilla: Un conductor con los Speedy González y el otro con los tortugas. Menos mal, porque P. estaba derrotada y tuvimos que parar un buen rato, caminaba peor que yo; la pobre ya no podía más llevar aquel ritmo y gracias a ella yo también pude reponerme. Las penas son menos cuándo son compartidas.

Pero lo bueno estuvo al final del todo. Jajajaja. A los Speedy los alcanzamos en el, clásico y acostumbrado, atasco de Sotopalacios. En fin, está visto que algunas veces correr sirve para poco.